Sylvestre Bonnard es un viejo filólogo, paleógrafo y bibliófilo que ha dedicado toda su vida al estudio de viejos manuscritos y ha vivido sepultado entre libros. En su vejez vivirá dos pequeñas aventuras que vendrán a darle en sus años postreros un nuevo aire a su existencia de erudito y a aportarle un conocimiento quizá más importante que todos los acumulados hasta la fecha: el conocimiento de las innumerables pasiones que alberga el alma humana. Bonnard va poniendo por escrito los detalles de esas dos aventuras, demostrando la humildad con la que su alma de sabio, que conoce de la vida el reflejo que de ella puede haber en los libros que estudia, descubre que no sabe nada del fulgor que en la realidad tienen la bondad, la gratitud, la envidia y las pasiones frustradas que mueven a sus semejantes. Aunque Bonnard puede echar mano de la cita erudita apropiada para cada acontecimiento, su experiencia de primera mano acerca de cualquier asunto práctico resulta a veces sorprendentemente reducida. Las dos aventuras en las que se ve inmerso son también la excusa para el viejo Bonnard para echar la vista atrás y recordar algunos pasajes de su vida: las evocaciones de su niñez marcada por la figura de su padre, un intelectual indolente, de su enérgico tío y de su amorosa madre, se entremezclan con el recuerdo del cariño que siempre conservó por la mujer que fue su primer y único amor, o con las evocaciones de sus tiempos de estudiante, cuando había tanto por descubrir y tantos honores que alcanzar. Pero Bonnard no se aferra a una nostalgia enfermiza o a un deseo de volver atrás y corregir aquellos errores que sabe que cometió. Simplemente, como un viejo, recuerda por el placer de recordar y acepta con humor e ironía todo lo que el destino le deparó y cuanto aún pueda reservarle.
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Sylvestre Bonnard es un viejo filólogo, paleógrafo y bibliófilo que ha dedicado toda su vida al estudio de viejos manuscritos y ha vivido sepultado entre libros. En su vejez vivirá dos pequeñas aventuras que vendrán a darle en sus años postreros un nuevo aire a su existencia de erudito y a aportarle un conocimiento quizá más importante que todos los acumulados hasta la fecha: el conocimiento de las innumerables pasiones que alberga el alma humana. Bonnard va poniendo por escrito los detalles de esas dos aventuras, demostrando la humildad con la que su alma de sabio, que conoce de la vida el reflejo que de ella puede haber en los libros que estudia, descubre que no sabe nada del fulgor que en la realidad tienen la bondad, la gratitud, la envidia y las pasiones frustradas que mueven a sus semejantes. Aunque Bonnard puede echar mano de la cita erudita apropiada para cada acontecimiento, su experiencia de primera mano acerca de cualquier asunto práctico resulta a veces sorprendentemente reducida. Las dos aventuras en las que se ve inmerso son también la excusa para el viejo Bonnard para echar la vista atrás y recordar algunos pasajes de su vida: las evocaciones de su niñez marcada por la figura de su padre, un intelectual indolente, de su enérgico tío y de su amorosa madre, se entremezclan con el recuerdo del cariño que siempre conservó por la mujer que fue su primer y único amor, o con las evocaciones de sus tiempos de estudiante, cuando había tanto por descubrir y tantos honores que alcanzar. Pero Bonnard no se aferra a una nostalgia enfermiza o a un deseo de volver atrás y corregir aquellos errores que sabe que cometió. Simplemente, como un viejo, recuerda por el placer de recordar y acepta con humor e ironía todo lo que el destino le deparó y cuanto aún pueda reservarle.